Pluralidad, democracia y religiones
La pluralidad cultural no es un fenómeno nuevo en nuestras sociedades. En nuestro devenir histórico podremos encontrar trazos de diversidad religiosa, lingüística o cultural. A su vez, la valoración positiva o negativa de dichas pluralidades ha atravesado por momentos y periodos muy distintos. En ocasiones, la convivencia en la diversidad se ha construido respetando o incluso fomentando las diferencias, mientras que otras veces ha dominado la tendencia a la uniformidad o a la invisibilización de la diversidad. Por desgracia, la construcción política que ha acabado dominado el panorama europeo ha descansado más en la segunda opción que en la primera.
Aún más, las comunidades políticas europeas se han construido desde la asunción de que es deseable e incluso natural conseguir un alto grado de uniformidad cultural e identitaria, que sirva para reforzar los lazos internos de la comunidad propia y marque las líneas de exclusión, de cierre o de defensa frente a los colectivos ajenos, los extranjeros o los que simplemente son diferentes. Ni los avances puramente liberales, ni las reivindicaciones democráticas, ni las propuestas originarias del socialismo abordaron realmente la cuestión de las diversidades culturales o identitarias. La extensión del derecho a participar de la gestión del espacio público, la democratización, se produjo en realidad dentro de los límites definidos de cada Estado nacional. Ello, lejos de ayudar al planteamiento de la cuestión de la diversidad cultural, profundizó una visión de la uniformización como necesidad colectiva dentro de cada uno de esos espacios. Así, la llegada de la democracia puso en manos de la mayoría de cada Estado la legitimidad política para profundizar en el reforzamiento de la identidad común, frente a la amenaza de una diversidad que se hacía sospechosa de alineación, desafección o ineficacia. Por ello, el debate sobre la gestión democrática de la diversidad ha quedado en gran parte relegado, suponiendo la dominación de unas determinadas identidades sobre otras, a través de una aplicación exclusivamente formal y numérica de la idea democrática. Ello sucede también con las tradiciones religiosas que, más allá del seguimiento directo que en cada caso conserven en una Europa muy secularizada, siguen marcando numerosos elementos de los espacios públicos y de las normas de convivencia, desde calendarios hasta cuestiones educativas, pasando por conceptos morales, tradiciones sociales o ideas del orden público.
Pero en pleno siglo XXI la Democracia no puede entenderse como una mera aplicación matemática de la regla de la mayoría, sino como la incorporación profunda de unos valores de convivencia y respeto a los derechos humanos. Los Estados democráticos actuales deben gestionar una diversidad cultural que deriva en parte de diferentes tradiciones religiosas y a cohonestar las que han modelado históricamente la sociedad con aquellas otras que no tuvieron la ocasión de hacerlo o que se han incorporado más recientemente a ese juego, así como con las identidades antirreligiosas o arreligiosas de amplios sectores de la población.
En todo caso, el hecho religioso sigue siendo relevante en las sociedades europeas contemporáneas, y parece serlo en modo creciente, pues los movimientos de población y la mayor interrelación social entre grupos han aumentado en cantidad y en calidad la pluralidad religiosa (y no religiosa) de dichas sociedades. Lejos de haber quedado obsoleto en el devenir histórico, el tema de cómo regular el hecho religioso desde lo público continúa ofreciendo una importante actualidad. Por un lado, porque la religión sigue marcando o condicionando de maneras y grados diferentes, las identidades colectivas actuales en las sociedades europeas. Por otro lado, porque el hecho religioso se ajusta mal a un tratamiento público, político o jurídico, del mismo.
El monopolio de los Estados en la creación del Derecho ha condicionado sobremanera la recepción de la idea de derechos humanos en cada sociedad. Los derechos humanos, por definición universales, se han visto relegados a la condición de derechos constitucionales, según los viene estableciendo cada país en su propio ordenamiento. El Derecho, como fenómeno cultural que es, tiende a reflejar la actitud cultural de la mayoría. Por ello, la gestión democrática de la diversidad requiere también revisar los modos de producción e interpretación del Derecho y de las normas que ordenan los espacios públicos y la convivencia.
Así, los derechos humanos han quedado condicionados por los parámetros dominantes en cada sociedad estatal, de manera que se leen, se interpretan y aplican de acuerdo a estos parámetros culturales mayoritarios. Ello afecta también a la libertad de religión que no deja de ser uno de los primeros derechos humanos reconocidos como tal, y uno de los más universalmente extendidos y reconocidos. Sin embargo, como los demás derechos humanos, la libertad de religión precisa hoy de una relectura en clave de diversidad que ayude a ensanchar los límites de la convivencia en cualquier sociedad democrática.