El nacimiento del anti-sectarismo contemporáneo
La expansión de las libertades religiosas suele traer consigo también diversas formas de resistencia contra los cambios y las nuevas formas de creer o practicar. Los episodios de la Reforma protestante y la Contrarreforma católica son un ejemplo de esto, pero la persecución de quien deja la fe de su familia para abrazar otra ha seguido ocurriendo hasta hoy en día, incluso en los lugares donde creemos que ya no pasan estas cosas. Uno de esos momentos de intensa movilidad religiosa histórica fueron las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX, cuando emergieron los llamados Nuevos Movimientos Religiosos, se revitalizaron algunas espiritualidades nativas, indígenas y precristianas en Europa y América, al tiempo que se conocían más y mejor las religiones dhármicas. Frente a la creciente presencia de formas religiosas no cristianas, algunas instituciones y personas no tardaron en alarmarse y sentirse amenazadas por estas minorías, al tiempo que familias en las que se había dado alguna conversión incómoda empezaron a organizarse para denunciar a las organizaciones a las que se habían afiliado sus familiares y acceder a terapias de “desprogramación”. Con el tiempo, se produjeron varios episodios de pánico sectario, y momentos de escalada mediática en los que se extendía la alarma social por la supuesta amenaza de las minorías religiosas.
Una de esas personas preocupada por la amenaza de las nuevas formas de religiosidad en los sesenta fue Margaret Singer, la psicóloga que lideró el movimiento anti-sectario en Estados Unidos, y que explicaba la conversión como un “lavado de cerebro”. Singer había trabajado en los años 50 con veteranos de la guerra de Corea y se había interesado especialmente por aquellos que, habiendo sido prisioneros de guerra, volvieron a casa con un discurso crítico con los Estados Unidos, lo que ella interpretaba como resultado de un lavado de cerebro al que habrían sido sometidos en las prisiones norcoreanas. En los años siguientes, Singer se empezó a interesar por los nuevos movimientos religiosos y a desarrollar una extensa teoría sobre la persuasión coercitiva y el control mental (términos clave en el activismo anti-sectario actual), al tiempo que empezó a participar en procesos judiciales contra organizaciones religiosas, en los que sistemáticamente aplicaba su famoso argumento: las organizaciones manipulan a personas de baja capacidad intelectual o baja autoestima para separarlas de sus familias y aprovecharse de ellas. Cuando la American Psychology Association desacreditó las posturas de Singer por carecer de fundamento científico, Singer y sus asociados les demandaron por difamación, instigación y conspiración en su contra. Cuando perdieron la demanda, demandaron a su propio abogado, pero después de esto Singer fue rechazada como experta en los juicios en los que se alegaban lavados de cerebros, porque sus tesis se consideraron tan fanáticas como aquellas que quería combatir.
Otra persona preocupada por las nuevas religiones en los Estados Unidos de los años setenta era el Reverendo Ted Patrick, que inventó su propia profesión: la de desprogramador. Patrick no tuvo ninguna formación profesional, pero prometía desconvertir a los jóvenes que frecuentaban organizaciones religiosas no convencionales, y miles de familias le han contratado a lo largo de su vida para ello, a pesar de que sus métodos incluían el secuestro y la tortura. La desprogramación es un procedimiento por el que se obliga a una persona a abandonar sus creencias o su lealtad a un grupo o credo religioso, lo que, naturalmente, atenta contra la libertad de creencias, pero no sólo eso. Los primeros casos de desprogramación fueron tan violentos y escandalosos en Estados Unidos que trajeron consigo numerosas sentencias contra los desprogramadores, en las que salieron a la luz violaciones, uso de armas, agresión física, privación de sueño y comida, entre otros métodos. El propio Ted Patrick ha defendido la legitimidad de estos métodos y ha tenido una polémica vida judicial entrando y saliendo de prisión por delitos relacionados con secuestro y tortura.
Uno de los aspectos difíciles de esta forma de persecución religiosa es que se produce en el interior de las familias. Como es conocido, uno de los argumentos típicos del activismo anti-sectario es que los grupos religiosos alejan a las personas de sus familias, pero la literatura sociológica y antropológica al respecto ha mostrado que las personas conversas pueden huir de sus familias por conflictos previos a la conversión (como se ve ya en las investigaciones pioneras de John F. Lofland con su Doomsday Cult, de 1966, o de William S. Bainbridge con su Satan’s Power, de 1978), o no huir en absoluto. En otros casos, además, las cuestionables intervenciones de los desprogramadores se han realizado con el apoyo de la policía e incluso de los jueces, como en el caso Riera-Blume que se dio en España en 1983, a instancias de una asociación de activismo anti-sectario muy conocida en su momento, y basada ella misma en convicciones religiosas.
Más recientemente, y a la vista de que no se puede perseguir las creencias sin atentar contra la libertad religiosa, el activismo anti-sectario español ha reclamado que se legisle contra “la persuasión coercitiva cúltica”, un término de apariencia técnica que tampoco tiene un respaldo en la Psicología. Desde los 60 del siglo pasado, hasta hoy, desprogramadores y familias movilizadas contra la conversión de sus miembros han mantenido viva la llama del miedo a las sectas y han monopolizado la reflexión y la atención sobre el tema, apoyados por una prensa siempre dispuesta a obtener más clics con titulares escandalosos. Pero, condenando siempre y con rotundidad los abusos de toda clase, la reflexión sobre lo sectario hace tiempo que debería haber sido más amplia. Emulando al ámbito judicial, quizá deberíamos pararnos un momento a cuestionar la existencia misma del fenómeno.