¿Quiénes son las víctimas del delito de discurso de odio?
Para responder a ese interrogante es preciso atender al fundamento teleológico del precepto. La finalidad esencial que persigue tal regulación es la de proteger a determinados colectivos frente a la discriminación; es por tal razón que las características identificativas de esos colectivos que establece el artículo 510 -motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad- se vinculan a las recogidas en el artículo 14.2 de la Constitución. Esa conclusión es indudable, por lo demás, a la luz de diferentes instrumentos de soft law que se han venido ocupando del discurso del odio. A esos efectos, una referencia habitual en el debate es la ofrecida por la Recomendación 97 (20) del Comité de Ministros del Consejo de Europa, que define el discurso del odio como “cualquier forma de expresión que propague, incite, promueva o justifique el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia, la discriminación y la hostilidad contra las minorías y los inmigrantes”.
Tal como explícitamente se recoge en ese y otros textos internacionales, la característica esencial del discurso de odio radica en la manifestación pública de rechazo, desprecio o discriminación hacia determinadas personas o grupos sociales en atención a las características que identifican y distinguen a sus miembros, pero únicamente cuando tales grupos sociales hayan venido siendo objeto históricamente de marginación social o exista, en todo caso, un contexto social previo de marginación. Es ese citado componente discriminatorio, característico de los colectivos destinatarios de la hostilidad, lo que permite distinguir el “discurso del odio” de otras conductas expresivas de rechazo, oprobio o denigración contra personas o colectivos, y es lo que motiva la restricción de la libre expresión pública presente en los textos internacionales y en la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo (TEDH). Así lo ha expresado con claridad el citado Tribunal, por ejemplo, en la sentencia de 28 de agosto de 2018, asunto Savva Terentyev c. Rusia, en la que rechazó con rotundidad que la Policía pudiera ser víctima de un discurso del odio que justifique la restricción de la libertad de expresión. El fundamento coincide con el que hemos mencionado: el argumento fundamental de Estrasburgo es que la Policía no puede ser considerada como “una minoría desprotegida o que sufra prejuicios socialmente enraizados, hostilidad o discriminación, o bien que resulte vulnerable por alguna otra razón, y precise por ello, en principio, de una protección reforzada frente a ataques cometidos a través del insulto o la difamación”. Muy semejante es la argumentación seguida por el TEDH para rechazar que el caso de la quema de las fotos del rey constituya un supuesto de discurso de odio: en Stern Taulats y Roura Capellera c. España, de 13 de marzo de 2018, el Tribunal rechaza que puedan serle aplicables a ese supuesto los criterios propios del discurso del odio, entendiendo, en igual sentido, que la Corona, como institución política, ha de poder ser objeto de críticas y de manifestaciones de hostilidad y rechazo.
Esa delimitación conceptual, basada en el
telos antidiscriminatorio, permite excluir muchos “falsos positivos” del ámbito del discurso del odio. Así, por ejemplo, ello justificaría excluir la aplicación del precepto en los casos de incitación al odio contra (510.1) o lesión de la dignidad (510.2) de determinados colectivos sociales que, aunque posean determinadas características identificativas, gozan de una posición social hegemónica. Así -y frente al citado criterio de la Fiscalía-, no creo que deba sancionar bajo esos delitos el odio contra los “nazis” -ideología-, los “blancos” -etnia-, los “varones” -sexo-, los “heterosexuales” -género- o los “españoles” -nacionalidad-. Aunque pueda resultar más controvertido, la misma lógica habría de llevar a rechazar la aplicación del artículo 510 a los casos de la incitación al odio o la difamación contra la religión católica o sus miembros, por cuanto en España posee, sin lugar a duda, una posición social hegemónica.