¿Debe proteger el legislador penal los sentimientos religiosos?
El debate sobre la procedencia de la especial tutela que el legislador penal concede a los sentimientos religiosos se ha producido en la doctrina española desde hace décadas.
Además de las posiciones favorables a mantener esta tutela específica de los sentimientos religiosos, existen opiniones que defienden la desaparición de estos tipos de escarnio y de profanación y la reconducción de sus supuestos de hecho al tipo de injurias, delito de carácter privado y de intensidad gradual (se distinguen entre las injurias leves y graves) que tiene como objeto la tutela del honor (art. 208 y siguientes del Código penal). Es decir, según esta propuesta, aunque el escarnio y la profanación desapareciesen del Código penal, las acciones previstas en estos preceptos podrían seguir siendo constitutivas de delito a través de la aplicación de otro tipo penal, como es el de injurias.
Pese a que esta posición está en la línea de lo defendido en relación a situar el origen constitucional de los sentimientos religiosos en el derecho al honor, esta reubicación de los supuestos de escarnio y de profanación en el tipo de injurias encuentra dificultades a nivel teórico. En las injurias, además del “daño emocional” como elemento, digamos, interior y subjetivo de la ofensa, se requiere también un condicionamiento de índole social de carácter objetivo, que se puede resumir en el efecto negativo que tiene la ofensa en la representación o en la consideración que los demás tienen en las cualidades de la persona que se “siente” ofendida, constituidas por la reputación y la fama que la persona tenga en la sociedad.
Este segundo aspecto del delito de injurias podría darse en la hipótesis de un acto de vejación realizada directamente sobre una persona por las creencias que profesa o el culto que practica. Sin embargo, en la inmensa mayoría de casos conocidos por nuestros órganos jurisdiccionales nos encontramos ante ofensas en abstracto de dogmas, símbolos, creencias etcétera que no tienen un destinatario único e individualizable.
En cierto que el Tribunal Constitucional ha reconocido el derecho al honor colectivo (STC 214/1991), lo que podría ser un argumento para facilitar la posibilidad proteger los sentimientos religiosos a través del delito de injurias. Sin embargo, adoptar esta vía sería volver a proteger los sentimientos religiosos desde una perspectiva institucional, como un bien jurídico de carácter colectivo; es decir, el objeto de protección no sería el honor de las personas individuales que se sienten ofendidas, sino la reputación de las confesiones religiosos que se consideran atacadas.
En este ámbito, se ha hablado incluso de considerar la posibilidad de la aplicación del tipo de incitación a la discriminación, al odio o a la violencia en contra de un colectivo o personas individuales por, entre otros motivos, sus creencias religiosas (art. 510 del Código Penal).
Tal y como ha declarado el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, las confesiones religiosas deben de tolerar la crítica, incluso soez, realizada en el ejercicio de la libertad de expresión, siendo el límite al ejercicio de este derecho en este ámbito la incitación al odio o a la intolerancia religiosa.
Si nos remitimos a los casos conocidos por los órganos jurisdiccionales españoles en relación a la protección de los sentimientos religiosos, es evidente que en los supuestos de hecho juzgados no encontramos mensajes que tengan tal propósito, es decir la intención directa de promover reacciones de discriminación, odio o de violencia contra aquellas personas que profesasen determinadas creencias. Además, yendo más allá, ni siquiera el sujeto pasivo de estos ataques puede ser integrado, en la inmensa mayoría de los casos, en los denominados grupos socialmente vulnerables, objeto de protección en estos delitos de odio.
Por todo ello, esta hipótesis también debe ser rechazada, salvo en casos muy excepcionales en los que la limitación de la libertad de expresión no se justifica en la protección de los sentimientos religiosos de las personas que se sienten ofendidas, sino en la igualdad y no discriminación de personas y colectivos y, en general, en la dignidad humana, frente a discursos de odio que pueden incitar de forma directa y palpable a la discriminación, al odio o a la violencia.
En definitiva, abogo por la desaparición de estos delitos. Las creencias religiosas y los que los profesan no pueden esperar permanecer libres de crítica, y deben de tolerar la difusión de expresiones que puedan ofender, escandalizar o molestar. Evidentemente, esto no supone que este tipo de lenguaje difamatorio deba ser valorado positivamente, ni que deba quedar al margen del reproche social por ser un elemento que puede distorsionar la armónica convivencia de las distintas creencias, convicciones y cosmovisiones presentes en una sociedad plural como la nuestra. Pero el derecho no debe realizar un juicio de valor de este tipo de mensaje, únicamente permitirlo. El respeto a la libertad de expresión, uno de los derechos fundamentales básicos en un sistema democrático, sólo puede restringirse en casos de estricta necesidad, y el derecho penal siempre debe ser considerada la última herramienta del legislador.