Como en España, la laicidad no figura en el texto de la Constitución en Italia. Durante el debate constituyente, nadie había evocado la constitucionalización de lo que en aquel momento parecía una idea política con tintes anticlericales, impropia de un texto comprometido más bien con trasladar al nuevo orden republicano el Tratado y el Concordato concluidos por el régimen fascista con la Santa Sede, los llamados Pactos de Letrán de 1929. Pero fue precisamente esta última operación -completada con el artículo 7 de la Constitución- la que vino acompañada de la consagración de un amplio derecho a la libertad religiosa y de conciencia (artículo 19); la prohibición de discriminación de fines religiosos (artículo 20) y el reconocimiento de la autonomía confesional y de la posibilidad de relaciones bilaterales con el Estado también a las confesiones religiosas distintas de la católica, todas ellas consideradas, como ésta y junto con ella, "igualmente libres ante la ley" (art. 8, 1 Const.).
La excepcional atención reservada por la Constitución italiana al fenómeno religioso, al que se dedican no menos de cuatro artículos, que constituyen otras tantas especificaciones de los principios fundamentales contenidos en los artículos 2 y 3, expresa claramente la importancia del factor religioso en la definición de la identidad de la nueva democracia constitucional. Así, mientras que el nuevo sistema de libertad religiosa muy pronto llevó a considerar incompatible con el nuevo ordenamiento, y, por ello, implícitamente derogado, el principio confesional del catolicismo como religión del Estado contenido en el Estatuto del Reino de Italia -pero también mencionado en el Art. 1 del Tratado de Letrán garantizado por la nueva Constitución-, la interpretación sistemática de los seis artículos de la Constitución que se acaban de mencionar (2, 3, 7, 8, 19 y 20) permitió al Tribunal Constitucional explicitar la laicidad como elemento que estructura la identidad de la nueva República, como "principio supremo del orden constitucional" (sentencia nº 203 de 1989). En particular, distanciándose de cierto laicismo ideológico y anticlerical de origen decimonónico, el Tribunal se decantó por definir la laicidad constitucional como "no la indiferencia del Estado hacia las religiones, sino la garantía del Estado de salvaguardar la libertad religiosa, en un régimen de pluralismo confesional y cultural" (ibíd.).
El "descubrimiento" de la laicidad constituye el punto culminante de una argumentación con la que los jueces salvaron de ser impugnada por inconstitucional la norma sobre la enseñanza de la religión católica en las escuelas públicas contenida en el nuevo concordato estipulado entre el Estado y la Santa Sede en 1984. En concreto, el asunto debatido ante el Tribunal se refería al carácter facultativo de esta enseñanza, a la libertad de su elección y a la posible discriminación de los alumnos que no asistían a la llamada hora de religión. Puede parecer sorprendente que la laicidad se descubriera precisamente en esta coyuntura y precisamente para salvar la presencia monopolística de la Iglesia católica en el sistema educativo público. Sin embargo, sin laicidad o, mejor dicho, sin un "principio supremo", los jueces no habrían podido examinar la cuestión y, sobre todo, no habrían podido ofrecer la lectura pluralista del sistema constitucional de libertad religiosa que surgió precisamente gracias a este invento. De hecho, fue el propio Tribunal Constitucional, con la sentencia nº 30 de 1971, el que había establecido que las normas concordatarias sólo podían ser objeto de un juicio de constitucionalidad sobre la base de lo que los mismos jueces constitucionales habrían identificado como "principios supremos del ordenamiento constitucional". Por eso, en 1989, ante un recurso que alegaba la violación de la libertad religiosa y de conciencia (artículos 2 y 19) y de la igualdad (artículo 3) entre los estudiantes, el Tribunal, para ejercer el control sobre la norma concordataria impugnada, tuvo que identificar un nuevo principio supremo que representara la quintaesencia de los derechos garantizados por esos artículos. Esta función se atribuyó a la laicidad, que pasó así a proteger tanto la plena libertad e igual dignidad de las manifestaciones -religiosas y no religiosas- de la conciencia individual, como la prohibición de discriminación y el pluralismo como exclusión de cualquier monopolio confesional y/o cultural y la legitimidad de tratamientos diferenciados que, sobre la base del principio de igualdad razonable, permiten reconocer -mediante legislación bilateral- la especificidad de las (diferentes) identidades confesionales y no confesionales.
Por lo tanto, la laicidad italiana no nació de la separación -como en Francia-, sino del concordato y, más precisamente, de la distinción de órdenes distintos (religioso y laico) y de sus relaciones. Al integrar en una lectura sistemática la protección de la libertad de conciencia individual y el reconocimiento del pluralismo (también) institucional, la laicidad italiana ofrece una interpretación armónica y no jerárquica de todas las normas constitucionales en materia "religiosa", evitando que la voluntad del Estado de reconocer órdenes jurídicos confesionales externos e independientes con los que estar (como en el caso de la Iglesia católica) o poder estar en relación (como en el caso de otras confesiones religiosas) dé lugar a un sistema de privilegios.
Con el tiempo, la jurisprudencia constitucional ha derivado de la laicidad nuevos corolarios con los que ha limpiado el ordenamiento jurídico de las más pesadas incrustaciones del pasado y sancionado ciertos retrocesos en la identidad del legislador republicano, especialmente el autonómico. La laicidad como fundamento de la protección de la libertad de conciencia de cada persona, con independencia de sus convicciones o creencias, fue utilizado para declarar la inconstitucionalidad de las normas sobre protección penal de los cultos que se remontaban a la época fascista, que reservaban una protección diferenciada y preferente al bien jurídico "religión de Estado" (véanse las sentencias nº 203 de 1989; 13 de 1991; 440 de 1995 y 329 de 1997). La laicidad como distinción entre el "orden" de los asuntos civiles y el "orden" de los asuntos religiosos" condujo a la ilegitimidad de las normas sobre el juramento, que se consideraron expresión de una utilización ya no permitida de la religión, sus prácticas y símbolos para fines propios del orden político del Estado (véase la sentencia 334 de 1996 y, anteriormente, la sentencia 149 de 1995). La laicidad como autonomía confesional ha prohibido a los poderes públicos y privados intervenir invasivamente en la vida interna de los grupos religiosos, imponiendo la exclusión de todo jurisdiccionalismo y el deber de imparcialidad y equidistancia frente a éstos (véanse las sentencias nº 259 de 1990 sobre autonomía confesional de las comunidades judías; nº 329 de 1997 sobre protección penal del sentimiento religioso y nº 254 de 2019 sobre edificaciones religiosas). Por último, como ya se ha mencionado, la laicidad ha permitido interpretar las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas a la luz del principio de igualdad razonable e igual libertad, sancionando los intentos de utilizar la existencia de acuerdos o entendimientos para restringir la libertad de los grupos religiosos fuera del circuito bilateral (véanse, en particular, las sentencias nº 235 de 1997 en materia fiscal; nº 508 de 2000 sobre protección penal y nº 346 de 2002 sobre edificios religiosos). Así, la "no indiferencia del Estado hacia la experiencia religiosa" expresada por el principio supremo de laicidad ha llegado a constituir una "protección general del pluralismo, en apoyo de la máxima expansión de la libertad de todos, según criterios de imparcialidad" garantizando, en particular, "la libertad religiosa" como "un aspecto de la dignidad de la persona humana, reconocido y declarado inviolable por el artículo 2 de la Constitución" (cf., en particular, las sentencias nº 235 de 1997 en materia fiscal; nº 508 de 2000 en materia penal y nº 344 de 2002 en materia de edificios religiosos), en particular, las sentencias nº 203 y 334 de 1989 y 1996 y, todas ellas relativas a edificios religiosos, las sentencias nº 193 de 1995; 346 de 2002; 63 de 2016; 67 de 2017 y 254 de 2019).
La laicidad constitucional representa un hito en la historia de la libertad religiosa en Italia, un principio capaz de insertar el papel históricamente asumido por la Iglesia católica en el país dentro de un proyecto de ley de libertad religiosa atento a las necesidades del pluralismo religioso contemporáneo. Extraído por los jueces del conjunto de normas constitucionales sobre libertad religiosa (artículos 7, 8, 19 y 20) orientadas en función del respeto de los derechos inviolables de la persona (artículo 2) y del principio de igualdad (artículo 3), intenta conciliar continuidad (la raíz católica encarnada en los Pactos de Letrán y la tradición concordataria) y cambio (pluralismo). Al tiempo que salvaba y relegitimaba, en nombre de la laicidad, el Concordato de 1984, el Tribunal Constitucional lo ha situado, gracias precisamente a la referencia a este principio, en una dinámica de afirmación progresiva del pluralismo orientada a la maximización universalista de los derechos.
Como es fácil adivinar, no se trata de un camino fácil, ya que la laicidad constitucional está en relación inmediata con el ejercicio de la soberanía estatal en una materia -la religiosa- en la que los límites a la discrecionalidad política son difíciles de operar y no siempre bien aceptados. Por tanto, el éxito de la aplicación de este principio depende en gran medida de su metabolización por el Parlamento y el Gobierno. Ahora bien, la laicidad del derecho italiano tiene su origen en una laicidad jurisprudencial, fruto de la hermenéutica de los jueces constitucionales. Aunque tomada, como toda decisión jurisprudencial, "en nombre del pueblo italiano", la laicidad italiana no es una laicidad legislativa, expresión de un equilibrio político y, a pesar de las ya numerosas intervenciones sobre el tema del Tribunal Constitucional, tiene dificultades para entrar en sede parlamentaria. Las razones de esta situación son múltiples. El desapego de la sociedad italiana hacia fórmulas percibidas como abstractas y potencialmente perjudiciales para el nacionalcatolicismo; el débil reformismo de las clases dirigentes y, más recientemente, el desinterés político en torno a las "cuestiones religiosas" y las sirenas populistas que atraen a los políticos mucho más que la laicidad constitucional. De este modo, la laicidad, de ser el "principio supremo" que rige la política y el derecho a la libertad religiosa, destinado a ser operativo ex ante, corre el riesgo de quedar reducido a un instrumento de control ex post que sólo es posible y muy costoso para quienes se apoyan en él, acabando por alimentar las tensiones y los contrastes entre el poder judicial y la representación política. Privado de una definición autentificada incluso por la política, la laicidad constitucional se encuentra expuesta a las expectativas más diversas y opuestas que hacen recaer sobre los hombros de los jueces todo el peso del reformismo o, al contrario, la legitimación de una preservación antipluralista del sistema. En otras palabras, la laicidad, lejos de encarnar las ambiciones de un Estado constructor de sociedad, desempeña, mucho más modestamente, el papel de un correctivo jurisprudencial atento a las transformaciones religiosas y culturales del país.
En una Italia educada del catolicismo al papel público-institucional de las religiones, la falta de protagonismo político-legislativo ha evitado, sin duda, las patologías de neutralidad que han transfigurado la laicidad francesa (nunca se ha promulgado ninguna ley anti-velo), así como otras posibles desviaciones de la dirección pluralista de la laicidad constitucional que podrían haberse manifestado en un contexto largamente pensado como monoconfesional (ninguna ley sobre la exhibición obligatoria del crucifijo ha reforzado la vieja normativa de la época fascista que fundamentaba su presencia en las escuelas públicas y fueron las Secciones Unidas del Tribunal de Casación con la sentencia de 9 de septiembre de 2021, nº 24414, en nombre de la laicidad, las que sancionaron una interpretación de ésta que, sin establecer su derogación y sin prohibir en absoluto la presencia de este símbolo religioso, censuró su interpretación más ostensible, la de la obligatoriedad, salvaguardando los derechos de todos los componentes de la comunidad escolar). Pero, al mismo tiempo, esta inercia legislativa también ha dificultado que el creciente pluralismo religioso de la sociedad se traduzca en una "ampliación de la libertad de todos", como exige la jurisprudencia constitucional. Esto es particularmente evidente en la dificultad de recurrir a la laicidad para acortar la distancia que se ha creado entre las confesiones "pactadas", que entraron en relaciones con el Estado a través del concordato, y los grupos religiosos, todavía regulados por la legislación de 1929 sobre "cultos admitidos". A la indiferencia del Gobierno y del Parlamento para elaborar un marco jurídico general adecuado y constitucionalmente conforme para el ejercicio del derecho de libertad religiosa y para regular el acceso al derecho bilateral, se une la falta de voluntad de los jueces constitucionales de remitirse a la laicidad tanto para (intentar) extender a todas las confesiones religiosas que deseen acogerse a las medidas de fomento contenidas en el derecho bilateral pero que no responden a las especificidades confesionales y, por tanto, al canon de igualdad razonable, como para limitar la absoluta discrecionalidad política que caracteriza el "procedimiento" -desde el inicio de las negociaciones- para la estipulación de acuerdos entre el Estado y las confesiones religiosas (cf. sentencias nº 86 de 1985; nº 178 de 1996; nº 235 de 1997 y sentencia nº 52 de 2016).
Desde 1989, la laicidad constitucional ha recorrido sin duda un largo camino: queda por ver si llegará, y cuánto más lejos, en un contexto en el que tanto la distinción de órdenes como la antigua bilateralidad concordataria y la clara visibilidad jurídica de un factor religioso específico parecen disolverse como ecos de épocas pasadas.