La ética de la casa común
Si ya desde sus comienzos el movimiento ecologista alertaba sobre las perversiones que la razón instrumental de la ciencia podía conllevar, también desde sus inicios se señaló el carácter antropocéntrico que poseían algunas tradiciones religiosas, concretamente la judeocristiana. De hecho, en un artículo publicado en 1967 en la revista Science por el historiador estadounidense Lynn White Jr., titulado “The Historical Roots of Our Ecological Crisis”, se llegaba a sostener que en dicha visión antropocéntrica del pensamiento judeocristiano se situarían las raíces ideológicas de la crisis medioambiental. Sobre todo, lo que subrayaba Lynn White era el papel secundario que adquiere la naturaleza en el relato mítico de origen recogido en el Génesis en comparación con el ser humano al que la divinidad le concede el papel central de la creación. No obstante, esta crítica no le impide al propio autor reconocer que en esa misma tradición religiosa también se encuentran ejemplos significativos que pueden servir de modelo para crear una visión del mundo más ecologista. El ejemplo concreto que ofrece el historiador no es otro que la figura de San Francisco de Asís.
Ya a finales de los años setenta comienza a emerger en los márgenes de la Iglesia católica, y concretamente entre las discusiones que la teología de la liberación pone sobre la mesa, como por ejemplo la problemática de la pobreza o el subdesarrollo, una preocupación por la problemática medioambiental. Sin embargo, no será hasta los años ochenta cuando en la Conferencia Mundial del Consejo de Iglesias celebrado en Ginebra en 1979 se produzcan los primeros intentos de abordar la cuestión desde un punto de vista ecuménico y, posteriormente, ya en los noventa, cuando encontremos las primeras declaraciones oficiales. Por ejemplo, Juan Pablo II, en su encíclica Evangelium Vitae, afirmaba que:
“El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (Gn. 2, 15), tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su vida, respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras. Es la cuestión ecológica que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida. (...) La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio (...) muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya trasgresión no queda impune”.
En la actualidad, prácticamente todas las religiones se han posicionado públicamente en relación con el cambio climático. No obstante, la postura oficial del catolicismo es la que, como consecuencia de la mayor visibilidad que sigue teniendo esta confesión en nuestro país, es a día de hoy la más conocida en España. A este planteamiento de la cuestión ecológica que se presentó en la Encíclica Laudato Si’, y que consiste en recuperar diferentes aspectos de la doctrina católica para formar una nueva moral pública, se le ha denominado la ética de la casa común. Esta ética, que pretende ser universal, se presenta como una alternativa integradora de todos los aspectos de la vida humana en clara oposición a la preponderancia de la esfera de lo económico o de lo científico-religioso frente a otros campos de experiencia que habría caracterizado a la modernidad. De esta forma, la Iglesia católica reivindica su capacidad para ofrecer respuestas a la necesidad de creación de un modelo de vida sostenible en el que todas las esferas de la vida encuentren un equilibrio al mismo tiempo que defiende su ya perdido monopolio a la hora de establecer los principios rectores que rigen el comportamiento y pensamiento humanos.