Lengua y religión o las diversas diversidades

Cuestiones de pluralismo, Volumen 2, Número 1 (1er Semestre 2022)
28 de Febrero de 2022
DOI: https://doi.org/10.58428/GYAM2665

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Por Eduardo Ruiz Vieytez

Lengua y religión son los dos factores más presentes en la construcción de las identidades colectivas de Europa. Aunque ambas han sido históricamente importantes, en el futuro serán las diferencias de religión o creencias las que jugarán una mayor relevancia política y social.


 

Hace ahora cien años, la recién creada Sociedad de Naciones recibió por primera vez el encargo de proteger los derechos humanos desde una organización internacional, con autoridad para monitorizar el cumplimiento de ciertos derechos en el interior de los poderosos Estados nacionales y de su jurisdicción doméstica. Aquel avance histórico no lo fue solo por su naturaleza internacional y permanente sino también por la vocación de construir una protección sistemática y organizada, a diferencia de las protecciones esporádicas y coyunturales que se habían producido en épocas anteriores de la Historia.

La protección internacional de los derechos humanos que se inició entonces no fue, sin embargo, completa en la medida en que no abarcaba todo un elenco abierto de libertades, sino determinados ámbitos que en aquel momento histórico adquirieron un especial protagonismo. Básicamente, los tres ámbitos fundamentales de proyección fueron el de las personas refugiadas, el de los derechos vinculados al mundo laboral a través de la creación de la OIT, y el de la protección de las minorías de una amplia franja de la Europa central y oriental.

Cuando en aquellos años las normas internacionales o la Sociedad de Naciones se referían a las minorías y a los derechos de sus miembros, se utilizaba siempre una fórmula tripartita que aludía a las minorías “raciales, religiosas o lingüísticas”. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial y el impacto provocado por las políticas genocidas de los regímenes derrotados, la expresión “minorías raciales” desapareció del lenguaje internacional, y fue sustituida por la nueva denominación de “minorías étnicas”. De este modo, en Naciones Unidas toda la documentación desde los inicios se refiere a las minorías “étnicas, religiosas y lingüísticas”, a las que mucho mas tarde se añadiría la expresión “minorías nacionales”, de origen europeo, con un significado deliberadamente anfibológico. En realidad, el concepto de minoría étnica, aunque de uso práctico, no ha sido nunca definido de manera precisa, y parece aludir a elementos diferentes según los contextos políticos, unas veces referidos a rasgos fenotípicos visibles, otras veces a nacionalidades jurídicas y en otras ocasiones a diferencias culturales de orden más difuso. Por el contrario, las minorías religiosas y lingüísticas, que perduran desde las referencias de la Sociedad de Naciones hasta nuestros días, parecen estar mucho mejor definidas por las diferencias en clave de religión o lengua a las que apuntan.

En efecto, y en Europa al menos, los dos principales marcadores de identidad colectiva y de diferenciación nacional han sido históricamente la lengua y la religión. Por ejemplo, mediante las diferencias lingüísticas distinguimos a los flamencos de los valones, o a los polacos de los lituanos, y las lenguas diferenciadas sirven para identificar dentro de los países en los que habitan, a bretones, frisones, sorabos o gagauzos. Por otro lado, gracias a las diferencias religiosas diferenciamos entre sí a lituanos y letones, serbios, bosníacos y croatas, o fineses y carelios, y las religiones, iglesias o cultos diferenciados nos hacen identificar dentro de sus propios países a rutenos, pomacos o tártaros.

Es cierto que los dos elementos son complejos en sí mismos y no siempre fáciles de clasificar. Por muy evidentes que parezcan, encierran un sinfín de debates que afectan a la identificación de los colectivos respectivos. Lo que para algunos es una clara diferencia entre lenguas, para otros no deja de ser una variedad dialectal que no justifica reconocer una identidad diferente. O el alfabeto que en unos casos acerca a pueblos separados políticamente puede suponer en otros contextos un elemento de desunión que conlleve incluso a entender como lenguas diferenciadas a las que son mutuamente inteligibles. Por no citar las polémicas derivadas de si determinados glotónimos aluden a una misma lengua o a dos sistemas lingüísticos diferenciados. Algo similar sucede con las religiones. Lo que en unos casos se entiende como legítima divergencia en la organización eclesial o religiosa, desde otras perspectivas es considerado una ilegítima o heterodoxa escisión. Lo que para unos conforma una identidad diferenciada, para otros no es más que una herejía inadmisible, una secta perseguible o unas creencias que no pueden adquirir el mismo estatus que las de la mayoría u otros grupos cercanos.

Así pues, religión y lengua distan de ser conceptos unívocos con los que poder construir pacíficamente identidades colectivas, puesto que éstas siempre se someten al juego de la comparación permanente en múltiples y solapadas escalas de relación humana. Pero al mismo tiempo es cierto que sirven para articular y basar identidades colectivas fuertes que generan gran identificación y una considerable movilización social.

En realidad, siempre ha sido así en la historia de la Europa moderna. La diversidad religiosa y lingüística del continente no es una novedad, y ha estado presente en el mismo desde que tenemos constancia histórica. En los últimos cinco o seis siglos, en Europa han convivido más de un centenar de lenguas autóctonas, y se han practicado diferentes religiones a través de cultos, tradiciones, escuelas u organizaciones eclesiales diferentes.

Pero el protagonismo de uno y otro factor en la dinámica identitaria del continente ha ido cambiando con el paso del tiempo en una suerte de movimiento pendular. Si nos remontamos a los comienzos de la Edad Moderna, la religión constituía, con diferencia, el principal y más definitorio factor de identidad en aquella Europa. Las diferencias lingüísticas se daban por supuesto y a veces se superaban a través del multilingüismo de amplias capas de la sociedad, sobre todo las que transitaban frecuentemente de un lugar a otro o entre funciones sociales diversas. Sin embargo, las diferencias de fe o culto marcaban importantes distancias e incluso persecuciones recíprocas no pocas veces culminadas con la expulsión o eliminación del diferente. En pleno siglo XVI, la Reforma protestante supuso un aldabonazo en una pretendida unidad de fe occidental, y un estímulo para el desarrollo de la lectura, de la conciencia individual crítica y, a la postre, de la libertad de religión y del germen de los futuros derechos humanos.

Pero al mismo tiempo, la Reforma sirvió para reforzar la consolidación paulatina de los Estados y la estandarización de unas lenguas cuyo uso popular ya no era solamente oral sino también escrito. Los repartos territoriales del poder político influyeron en el modo en el que cristalizaron unas variantes lingüísticas que adquirieron la condición de elementos centrales de la comunicación interna de un Estado, y más tarde de sus sistemas militares, administrativos y educativos. De este modo, con el paso de las décadas y el tránsito hacia lo que llamamos edad contemporánea, las identidades colectivas fueron reforzando su base nacional y progresivamente sustentándose en criterios más lingüísticos que religiosos. El siglo XIX impulsó y popularizó nuevos relatos nacionales que enfatizaron más las diferencias lingüísticas, sin que por ello las religiosas perdieran totalmente su importancia. Sin embargo, la lenta pero progresiva secularización de las sociedades europeas dio a entender ya en el siglo XX que la diversidad religiosa perdería definitivamente su importancia en el debate político y jurídico europeo. Al mismo tiempo, los conflictos lingüísticos se extendían y los ordenamientos jurídicos, siempre con retraso, reflejaban esta dinámica, aumentando las regulaciones lingüísticas tanto en cantidad como en rango normativo. En la segunda mitad del siglo XX pareció que la religión cedía el espacio público definitivamente, y que las lenguas suponían ahora, después de un considerable proceso de estandarización, un factor de la máxima relevancia para reforzar la identidad y cohesión nacionales, o para distinguirse de ella en el caso de numerosas minorías de Europa.

Pero el cambio de milenio escondía otro quiebro de la historia en el que los crecientes movimientos de población y las transformaciones comunicativas y tecnológicas provocarían nuevas realidades sociales y culturales. Como consecuencia de todo ello, o de dinámicas más profundas y larvadas, la religión ha recobrado un protagonismo inusitado en la agenda pública de una Europa de base estatal. En la actualidad, los debates más candentes sobre la aplicación de derechos fundamentales guardan de nuevo relación con diferencias religiosas o filosóficas. Aunque la modernidad europea se ha caracterizado por un manifiesto proceso de secularización, las tradiciones religiosas, mucho más allá del grado de seguimiento cotidiano que concitan, siguen estando presentes de manera directa o indirecta en numerosas manifestaciones identitarias, y ligadas a una determinada manera de entender la sociedad y su organización. El hecho religioso no solo no ha desaparecido del debate público, sino que ha vuelto a irrumpir con fuerza en el mismo. Si los grandes debates sobre integración de los años sesenta o setenta casi no contenían una línea sobre la cuestión religiosa, ésta ha vuelto a adquirir un protagonismo creciente en el plano político, social y académico. Los ya conocidos fenómenos de la “creencia sin pertenencia” (Grace Davie) y de la “pertenencia sin creencia” (Danièle Hervieu-Léger) vertebran y refuerzan este protagonismo renovado de las diferencias religiosas o, por mejor decirlo, de las tradiciones e imaginarios de base religiosa que subyacen en cada una de las identidades colectivas.

En definitiva, lengua y religión son los dos factores más recurrentes cuando se conforman los imaginarios nacionales europeos y, por tanto, los dos factores que más intervienen a la hora de identificar a las minorías, lo que puede comprobarse con un ejercicio simple de comparación de las numerosas definiciones normativas de minorías nacionales que existen en Europa, o de identificación de los grupos acogidos a la protección de determinados preceptos internacionales, como el artículo 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el artículo 30 del Convenio de los Derechos del Niño, o el Convenio Marco para la Protección de las Minorías Nacionales del Consejo de Europa.

Sin embargo, el hecho de que ambos elementos sean los marcadores de identidad más frecuentemente aludidos no significa que su influencia se ejerza de manera comparable. Al contrario, las dinámicas de los dos tipos de diversidades encierran significativas diferencias porque lengua y religión juegan en realidad papeles muy distintos en la conformación de las identidades, tanto individuales como colectivas. Así por ejemplo, en nuestro contexto cultural, la religión se concibe como un factor contingente de la personalidad que no para todas las personas constituye un elemento relevante en su vida. Por el contrario, la lengua, sea en versión hablada, escrita o de signos, sigue resultando hoy por hoy un factor necesario para la socialización. A su vez, una misma persona puede hablar varias lenguas y sentirse afectivamente vinculado a más de una, pero en el caso de las religiones, tendemos a considerar que a cada persona corresponde una sola adscripción religiosa, aunque ésta pueda responder a una versión más clásica o a una amalgama sincrética de varias tradiciones.

Desde el punto de vista político, los Estados democráticos se caracterizan por su neutralidad en cuanto al hecho religioso, algo que contrasta con la imposible neutralidad lingüística del aparato público, para el que existen una o varias lenguas oficiales a las que se otorga un valor diferencial que afecta incluso al ejercicio de derechos fundamentales. Además, en nuestras sociedades, tendemos a ver las lenguas sobre una determinada base territorial más o menos definida, mientras que las religiones, aunque puedan ser mayoritarias o minoritarias, se identifican cada vez menos con espacios territoriales predeterminados. Por ello también, la diversidad lingüística en nuestro entorno nos evoca una diversidad tradicional, mientras que al hablar de diversidad religiosa muchas veces se asocia el concepto a diversidades más recientes o a la idea de nuevas minorías. También existe una diferencia notoria en los discursos políticamente dominantes, en los cuales la diversidad de base lingüística tiende a ser proclamada como una riqueza cultural o parte de un patrimonio cultural común. Sin embargo, esta valoración positiva de todas las lenguas no se repite en el plano religioso, en el que las valoraciones públicas de las diversas religiones son mucho más cautas. Finalmente, existe una diferencia jurídica relevante en la protección de ambos elementos. Mientras la libertad de religión es uno de los derechos fundamentales más antiguos que existen, y normalmente se contiene en una cláusula específica de las constituciones y de los tratados internacionales, no existe un derecho paralelo en el campo lingüístico, en el que los textos normativos se limitan generalmente a prohibir la discriminación, pero no a garantizar una libertad lingüística que pueda colisionar con la adopción por el aparato público de determinadas lenguas como oficiales.

Desde luego, a pesar de éstas y otras diferencias en su funcionamiento, tanto lenguas como religiones generan espacios de diversidad, cuya protección tiene como fundamento la dignidad de las personas, lo que debe afectar a la lectura democrática e inclusiva de un buen número de derechos fundamentales. Pero la importancia de ambos elementos en el futuro parece que no evolucionará de forma paralela. Deberíamos remitirnos al péndulo histórico anteriormente descrito para entender que si hay una de las dos diversidades que va a tener mayor relevancia en la gestión del espacio público es la diversidad religiosa. En buena parte porque los avances tecnológicos y comunicativos van a cambiar sustancialmente el papel de las lenguas y el modo en el que nos relacionamos con y por ellas. Las lenguas perderán en el futuro buena parte de su componente identitario y no pocos de los conflictos o debates que han generado en la historia podrían verse fácilmente superados gracias a desarrollos tecnológicos, en la medida en que puedan popularizarse.

Por el contrario, la diversidad religiosa o de creencias afecta a valores profundos y a pautas de comportamiento humano que serán necesarias en cualquier grado de desarrollo tecnológico. El hecho de que puedan evolucionar determinadas creencias o formas de ver el mundo no obsta a que sigan teniendo fuerza para quienes los sienten propios y a que la gestión de lo público deberá tener muy en cuenta ese factor a la hora de conformar sociedades de convivencia democrática y plural.

En realidad, los datos históricos y políticos sustentan la hipótesis de que, a pesar de los vaivenes de la historia, la religión o los sistemas de creencias han ejercido más influencia en las personas que las adscripciones lingüísticas. Dentro del propio continente europeo encontramos realidades en las que podríamos constatar que las diferencias de base lingüística han tenido de media menor incidencia que las de base religiosa. Esto sobre todo puede constatarse cuando ambas diferencias se solapan en los mismos o similares contextos.

Como ejemplo de lo aquí señalado, podríamos aludir al conocido caso de Bosnia-Herzegovina o, en realidad, de una buena parte de los Balcanes occidentales, en la que las diferencias lingüísticas apenas existen o más bien han sido modeladas a partir de diversidades religiosas que han construido bases nacionales separadas. Este mismo hecho se repite en el espacio fino-carelio o, parcialmente, en el flamenco-neerlandés, en el moldavo oriental o en el conjunto ruteno. Por supuesto, podría recordarse en este punto la división profunda de Irlanda justo en aquel espacio en el que la diferencia religiosa tenía la entidad suficiente para imponerse a la nacional que tampoco tenía una base exclusivamente lingüística. Pero quizás el supuesto más interesante y cercano a nosotros por sus características es el del Jura suizo, en el que la religión desplaza claramente a la lengua a la hora de identificar y movilizar a los miembros de la comunidad. Así, y a pesar de constituir una minoría francófona en un Cantón de amplia mayoría germana, los jurasianos de tradición protestante han preferido en todo momento mantenerse como grupo lingüístico minoritario a ser titulares de su propio cantón, por no compartirlo con sus paisanos del norte, de tradición católica. En un momento histórico de clara secularización y de escasa práctica religiosa, parece sorprendente que las divisiones territoriales unidas a la religión sigan prevaleciendo electoralmente sobre las realidades lingüísticas, a pesar de la importancia que tiene el idioma en el funcionamiento cotidiano de Suiza. La prueba de que los impulsos identitarios religiosos tienen más fondo que los lingüísticos se halla precisamente en las diferencias electorales e identitarias que se manifiestan sobre las redondeadas montañas que separan los valles de la Suze (reformado) y el Doubs (católico) y no en la divisoria natural de la llanura con el macizo del Jura que coincide con la frontera entre el mundo germano y el latino.

El proceso histórico de la modernidad se ha caracterizado tanto por la secularización como por la asunción (siempre limitada) del pluralismo. Y quizá la postmodernidad redunde en un desacuerdo ya definitivo, variable e inaprehensible de valores, creencias, ideas y formas de ver el mundo. Si en la modernidad el ser humano buscaba huir de dogmas religiosos para encontrar otros de base racional o científica, puede que la postmodernidad suponga renunciar a cualquier dogmatismo unívoco, a las constituciones apriorísticas de lo admisible, y al inmovilismo referencial o axiológico. Todo ello para dar paso a equilibrios inestables y cuestionables de un juego permanente de acomodos recíprocos e imperfectos, que necesitará una constante relegitimación. Pero en dicha dinámica serán las diversidades de base religiosa o ideológica, y no las de base lingüística, las que condicionen la sociedad del futuro, canalicen los debates y acuerdos o, por el contrario, nos conduzcan al desasosiego político permanente. Si los debates sobre la gestión de la diversidad de base lingüística tienen sus días contados, los referidos a la convivencia entre religiones y creencias diferentes quizá no hayan hecho más que empezar.

Cómo citar este artículo

Ruiz Vieytez, Eduardo, "Lengua y religión o las diversas diversidades", Cuestiones de Pluralismo, Vol. 2, nº1 (primer semestre de 2022). https://doi.org/10.58428/GYAM2665

Para profundizar

  • Davie, Grace (2000). Religion in Modern Europe: A Memory mutates. Oxford: Oxford University Press.
  • Hervieu-Léger, Danièle (2005). La religión, hilo de memoria. Barcelona: Herder.
  • Koening, Matthias y Guchteneire, Paul F.A. (Eds.) (2007). Democracy and human rights in multicultural societies. Aldershot: Unesco Publishing/Ashgate.
  • Ruiz Vieytez, Eduardo J. (2006). Minorías, inmigración y democracia en Europa. Una lectura multicultural de los derechos humanos. Valencia: Tirant lo blanch-Universidad de Valencia.
  • Ruiz Vieytez, Eduardo J. y Dunbar, Robert (2007). Human Rights and Diversity. New Challenges for Plural Societies. Bilbao: Humanitarian Net.

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