Es verdad que la Constitución no habla de libertad de conciencia, sino de “libertad ideológica, religiosa y de culto”. Cadencia que pone de relieve que la libertad ideológica incluye a la religiosa y ésta a la de culto. El TC ha afirmado tajantemente la inclusión de la libertad religiosa en la ideológica (STC 292/1993, FJ 5): “La libertad ideológica” (…..) “es comprensiva de todas las opciones que suscita la vida personal y social, que no pueden dejarse reducidas a las convicciones que se tengan respecto al fenómeno religioso y al destino último del ser humano”. Al menos todo eso está claro. Pero, ¿y la libertad de conciencia? Esa expresión no aparece ni una sola vez en el texto constitucional.
El comienzo de la Humanidad fue la conciencia de la mismidad: la vivencia de la identidad, de la alteridad, y de la libertad, los tres pilares de la dignidad humana. El ser humano es digno por ser consciente de sí mismo como ser-con los otros y como libre. Como tal se sabe, se siente y se vive. La conciencia de la libertad es la que le aúpa a la peana de una especial dignidad. Le transforma en un ser moral.
Las vivencias son creencias, convicciones, ideas, opiniones, sentimientos y emociones, cualquier vivencia consciente, en definitiva, y la conciencia la corriente unitaria de esas vivencias. No hay pensamiento sin sentimiento. Esas tres vivencias primordiales son conceptos emocionales de la percepción de nosotros mismos. Esa libertad de las vivencias de la conciencia, con independencia de que su contenido sea o no religioso, es lo que tiene que proteger el Derecho; es una exigencia del principio de igualdad. Pero el derecho debe distinguir la vivencia misma de su contenido y las meras ideas u opiniones, de las convicciones que “denotan puntos de vista que alcanzan un cierto nivel de obligatoriedad, seriedad, coherencia e importancia” (SSTEDH, Folgero c. Noruega, nº 84 y Zengin c. Turquía, de 9, nº 49).
La libertad de conciencia alude, sensu stricto, sólo a las creencias y convicciones vividas y sentidas como integrantes de nuestra “mismidad”. Las creencias se refieren a la verdad, las convicciones a valores; solo las segundas tienen que ver directamente con las decisiones y las conductas, pero no es fácil imaginar que indirectamente no tengan esa relación también las verdades de fe, sean religiosas o no. Solo en el universo de los conceptos existe la creencia sin proyección práctica, pero no en el mundo real. La protección jurídica reforzada se extiende, por tanto, también a ellas.
Con la identidad estamos refiriéndonos a lo que permanece invariable en nosotros a pesar de todas las transformaciones que experimentamos como consecuencia de lo que nos acontece, de lo que nos hacen y de lo que hacemos; junto a naturaleza y azar es la libertad, la nuestra y la de los otros, la causa más significativa de esas transformaciones: el “yo” nunca es “lo mismo”, pero siempre es “el mismo”, “incluso en sus alteraciones”. Bien pensado, permanece idéntico a sí mismo en lo que es distinto de los demás, en lo que es “totalmente otro”. En el “yo” identidad y diferencia son lo mismo; es más, desde el punto de vista de su percepción por la conciencia es antes la diferencia; la identidad es un momento de la diferencia. De ahí que el derecho a la identidad y el derecho a la diferencia sean uno y el mismo derecho.
Nos percatamos de nuestra identidad al percibir al otro como “absolutamente otro”, único e irrepetible. Necesito del encuentro con el otro y de su reconocimiento para encontrarme conmigo mismo y para la autoconciencia y la autoestima; en el otro me descubro a mí mismo, singular y único como posible modo de ser hombre. Es lo que pretende atrapar la expresión heideggeriana “ser-con” como definición del ser humano. No puedo ser sin la presencia de los otros. No soy primero hombre y luego me encuentro con los otros. Soy “con los otros” ab initio. Eso es la alteridad.
Pero es la conciencia de la libertad lo que completa el cuadro. Somos meras “posibilidades de ser hombre” y la libertad es el puente entre el poder ser y el deber ser. Es ella la que me hace dueño de mi destino, la que me permite elegir el modelo de ser humano que quiero ser y tomar las decisiones y realizar las acciones pertinentes y adecuadas para ello. Es la conciencia de esa libertad del “querer” lo que convierte al ser humano en sujeto moral y responsable, y le reviste de una especial dignidad.
Las tensiones que provocan la pluralidad y el consiguiente pluralismo, dado el “modo de ser hombre” de cada uno, único e irrepetible, pueden desembocar en el enfrentamiento rompiendo la paz y obstaculizar e impedir, no solo la cooperación para conseguir objetivos comunes, sino también el encuentro y el diálogo con los otros, imprescindible para el progresivo desarrollo de la personalidad. Para superar esas dificultades, salvando la libertad de cada uno como fuente de esa originalidad singular, solo hay una solución: constituir una asociación ideal como la imaginada por Rousseau en que las normas que la ordenen, se las den los mismos miembros, de manera que no obedezcan más que a sus propias leyes, asegurando así la autonomía de todos y cada uno.
De ahí de la necesidad del pacto por la convivencia, cuyo primer compromiso justamente es respetar el derecho de libertad de conciencia, no solo de la libertad religiosa, de los otros, que tienen una percepción distinta de su “identidad”, lo que implica para los demás, como correlato, el deber jurídico de tolerancia del diferente. De manera que base del pacto es, de un lado, el reconocimiento a todos del derecho de libertad de conciencia, a la identidad y a la diferencia, por tanto, y, de otro, la aceptación por parte de todos del compromiso y de la obligación de respetar ese derecho. De ahí la decisión original de mantener fuera de la vida política, los temas en los que no es esperable la posibilidad de acuerdo, según la clarividente expresión de Maurois: “los intereses transigen, las conciencias no”. Se opta por la neutralidad de la comunidad política. Surge así el triángulo constituye los cimientos de esta y del ordenamiento jurídico: libertad de conciencia, tolerancia y neutralidad, esta última como garante de la tolerancia. Ese es el vivero inagotable de la comunidad política.
El objetivo último de la comunidad es ofrecer el marco más propicio para el pleno desarrollo del ser humano singular, no solo la paz o la cooperación, sino propiciar el encuentro, el dialogo y el mutuo enriquecimiento personal de quienes se encuentran.
La libertad de conciencia es el principio básico de la moral y del derecho, del bien y del mal; ni una ni otro tendrían sentido sin ella. Es la fuente última de todos los derechos fundamentales y el supremo de ellos. Esa libertad es el principio cimero del sistema jurídico.