Libertad de enseñanza ¿para qué?

Cuestiones de pluralismo, Volumen 4, Número 1 (1er Semestre 2024)
13 de Mayo de 2024
DOI: https://doi.org/10.58428/SOAY9041

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Por Ricardo Arana

La educación es un derecho fundamental reconocido en la Constitución Española, y como tal regulado. Pero determinadas políticas pueden acabar convirtiéndola en un simple bien, susceptible de ser mercantilizado. Las leyes de mercado no pueden ser las que satisfagan la pluralidad ideológica ni faciliten la integración de la diversidad sociológica, porque sus objetivos no coinciden con los principios constitucionales de libertad e igualdad.


 

Distintas vías para facilitar un mismo derecho

La Constitución Española facilita tres vías distintas para crear centros educativos que satisfagan el derecho a la educación. En primer lugar, la que utilizan los poderes públicos para crear una red de centros de su titularidad que garantice este derecho, tal y como exige el epígrafe quinto del artículo 27 del texto constitucional. El mismo artículo señala, en el siguiente apartado, otra vía potencial de creación de centros, en este caso de titularidad privada, consecuencia del reconocimiento de la libertad de enseñanza que explicita. La tercera posibilidad, sin embargo, tiene otro encauzamiento constitucional, la del artículo 38 que reconoce el libre mercado y permite la libre empresa. En estos dos últimos casos, los requisitos para obtener la imprescindible autorización para ejercer la actividad docente son los mismos. No obstante, tras esa preceptiva autorización, sus caminos divergen claramente.

Porque la protección a los centros creados por la vía del artículo 38 acaba prácticamente ahí. No preocupará especialmente a los poderes públicos su sostenibilidad, dado que el servicio esencial que prestan ya está garantizado mediante el servicio público de educación. Pero los centros que desarrollan su actividad bajo la protección de la libertad de enseñanza, consecuencia del respeto a la pluralidad ideológica, pueden, y así lo hacen, recabar la ayuda explicitada en el noveno epígrafe de este artículo 27 del texto constitucional, por cierto, el artículo que resultó más difícil de acordar hace 45 años.

Ello constituye un mayor nivel de exigencia para los poderes públicos por diversos motivos. Por una parte, porque obliga a las administraciones al apoyo financiero de su actividad docente, lo que realizan a través del mecanismo específico del concierto educativo planteado en la Ley Orgánica del Derecho a la Educación y regulado en el Real Decreto 2377/1985. Por otro lado, porque deben incorporar a su planificación educativa a estos centros de titularidad privada así concertados. Y por último, porque todo ello supone a las administraciones públicas un mayor esfuerzo en la supervisión y gobernanza.

El apoyo recibido también compromete a los titulares de estos centros privados que lo han demandado, ya que, si es respondido afirmativamente con un concierto pleno, les obliga en primer lugar a la gratuidad de sus enseñanzas; en segundo lugar, implica dar entrada a la comunidad educativa en decisiones importantes; y en tercer lugar, supone pasar a formar parte de la planificación pública, esto es, desistir de ofrecer las plazas que considere, sino solo las que le permita la Administración educativa, sin poder además, seleccionar a su alumnado bajo ninguna circunstancia.

El concierto educativo no es por lo tanto un simple procedimiento subvencional de la actividad formativa, sino un auténtico contrato entre el titular privado del centro que lo suscribe y el poder público que ampara su actividad por la protección constitucional a la pluralidad. A la pluralidad ideológica, como precisa el Tribunal Constitucional en su sentencia 133/2010, que no a la simple diferencia pedagógica, y mucho menos, a una indeseable diferenciación social.

El riesgo de la vía vasca

Está fuera de toda esa lógica constitucional el caso vasco, caracterizado muy especialmente por la amplia oferta de titularidad privada concertada que alcanza la mitad del total, sin llegar al 50% en la Educación Infantil y Primaria, aunque superando ese porcentaje en la Educación Secundaria. Obviamente, esta presencia tan amplia de centros concertados tiene un importante componente histórico, pero obedece sobre todo a la generalización de un marco conceptual distinto al del pacto constitucional. Aquel que considera, en línea con los postulados de la Escuela de Chicago, que la iniciativa privada mejora el rendimiento del conjunto del sistema sin que se resienta la cohesión social, siempre que la financiación pública alcance a todos los centros capaces de constituirse como tales y les facilite “competir”.

Como consecuencia, el concierto se ha extendido en Euskadi de forma generalizada, suscribiéndose por la casi totalidad de centros educativos de titularidad privada, siendo anecdótica la presencia de centros privados sin concierto. Pero este concierto educativo vasco es más formal que real, y muy diferente del concebido por el desarrollo constitucional. No por su extensión, más allá de los niveles obligatorios, o su cuantía, la mayor de todas las comunidades autónomas, sino porque carece de carácter contractual en la práctica. El concierto vasco no expresa el compromiso relevante de operar al margen de las leyes del mercado, y ni los poderes públicos ni los centros privados consideran que su suscripción sea más que un formalismo imprescindible para otorgar y recibir financiación pública.

Todo comienza por la inexistencia de gratuidad en la ecuación vasca, y sin ella, la educación es solo un mercado más. La comunidad autónoma con mayor nivel de  financiación de la enseñanza concertada es también la que tiene más implantado el cobro de cuotas indebidas a las familias, como ha manifestado el reciente informe "El coste de acceso a la escuela concertada en España: las cuotas que pagan las familias y sus causas" publicado por el Centro de Políticas Económicas EsadeEcPol. La investigación, realizada sobre datos oficiales, explica que esas cuotas cobradas por los colegios vascos se encuentran en la franja alta de cuantías en comparación el resto de comunidades autónomas (superior a los 900 euros anuales), y son solo moduladas por la ley de la oferta y la demanda. Este informe también indica su generalización (cerca del 90% de los centros privados concertados las cobran en Euskadi), así como su finalidad principal que no es otra que es ampliar la cartera educativa que los centros ofrecen.

Muchas familias aceptan este indisimulado copago, desautorizado taxativamente en el artículo 88.1 de la actual Ley Orgánica de Educación, no para participar de un determinado proyecto educativo coherente con sus convicciones filosóficas o religiosas, sino para evitar la diversidad social, en la concepción errónea de que esta acarrea un problema para la mejora del rendimiento educativo y la convivencia escolar. “Yo busco un colegio con unos valores… y con un tipo de alumnado” manifestaba una familia al cuestionario encargado por el Gobierno Vasco a la consultora Gestiker en 2022 para conocer las actitudes de la ciudadanía ante la nueva ley educativa. Más que escoger, lo que hace un gran número de familias es descartar. Y es que la aporofobia (el miedo a la pobreza) o incluso la xenofobia (el miedo al extranjero) cuentan con un indudable arraigo.

El concierto educativo como simple coartada

Con una voluntad extendida de ofrecer y aceptar la separación, y con unos poderes públicos que se inhiben sistemáticamente de sus deberes, el derecho de elección de centro se convierte en mera coartada para la ilegítima, e ineficaz educativamente hablando, selección de alumnado, y no por convicciones ideológicas particulares, sino básicamente por diferencias de origen social, económico o cultural. Utilizado de esta manera, el concierto pasa de ser un instrumento de protección de la libertad ideológica en el ámbito educativo a convertirse en una herramienta que solo promueve la reproducción sociológica.

Esta vía híbrida así planteada no aporta ni el incremento de calidad ni la cohesión social prometidas. El caso vasco demuestra precisamente, aunque no lo explique únicamente este factor, la endeblez del planteamiento. La comunidad autónoma que más invierte en centros de titularidad privada exhibe también un declive de rendimientos, constante y persistente en estos diez últimos años que se observa en todas las evaluaciones practicadas y tanto en centros públicos como en centros concertados, y un enorme nivel de segregación educativa que va más allá de la segregación residencial.

Si ordenamos los centros vascos que imparten Educación Secundaria Obligatoria por su índice socioeconómico y cultural, ningún centro público aparece entre los 50 primeros. Observado desde otro nivel, de los 84 centros de Educación Primaria con alto nivel de complejidad educativa solo ocho son centros privados concertados, siendo los otros 76 centros de titularidad pública. Son los centros de titularidad pública los que escolarizan dos terceras partes del alumnado con necesidades específicas de apoyo educativo y una proporción aún mayor de alumnado de origen extranjero, pese a ser únicamente la mitad del conjunto.

Y si analizamos esa otra segregación menos visible a primera vista, como es la de los resultados, podemos observar que el diferencial de rendimientos escolares de ese alumnado de origen extranjero respecto del autóctono es de los más altos de todas las comunidades autónomas, por ejemplo. O que la Comunidad Autónoma del País Vasco es una de las que cuenta con menor índice de alumnado resiliente, aquel que procedente de entornos desfavorables es capaz de alcanzar un nivel avanzado de rendimiento. Y estas son solo algunas muestras de una segregación ampliamente documentada en distintas investigaciones.

Esta segregación se ha hecho tan ostensible y tan insostenible a la vez, afectando a la equidad del sistema educativo, que la Administración vasca se ha visto obligada a programar medidas “correctoras” en los procesos de admisión de los centros. No trata, ciertamente, de restaurar los principios de gratuidad, planificación y participación. De hecho, ni siquiera forma parte de ellas, al menos por ahora, separar la financiación pública de la lógica mercantil ajustándola a los principios constitucionales mediante su control efectivo. El planteamiento de fondo de las autoridades educativas vascas es otro: incentivar aún más la oferta mediante la más amplia financiación posible para que “haya más dónde elegir”, según sus propias palabras, y estimular asimismo la demanda, para propiciar que más familias encuentren un proyecto educativo “de su agrado”.

Hasta aquí, nada sugiere una distinción específica respecto a políticas educativas desarrolladas en otras comunidades autónomas, más allá de su magnitud. Pero sí se aprecia un elemento cualitativo sustancial cuando se analiza más a fondo el mecanismo corrector implantado para atemperar la segregación que promueve: la reserva de plazas para alumnado vulnerable en todos los centros sostenidos con fondos públicos, con dos situaciones diferenciadas en el proceso de admisión, al estilo del establecido en Cataluña. Su objetivo declarado es que en un horizonte de quince años, la composición de todos los centros, tanto públicos como concertados, refleje de forma más equilibrada la diversidad social de su entorno más cercano.

La medida, implementada este curso, muestra claramente el deslizamiento del paradigma, porque hay un elemento básico que no se tiene en cuenta en este renovado proceso de ingreso (además del hecho singular de la lengua, que no es objeto de este análisis), y es la pluralidad ideológica. El algoritmo desarrollado por la Administración vasca, como toda su política educativa, parte de la ficción de que todos los centros sostenidos con fondos públicos son iguales, obviando la existencia de distintas titularidades y distintos idearios, e ignorando asimismo que la solicitud presentada puede expresar una opción ideológica concreta.

Como consecuencia, un estudiante que aspira a una educación laica puede acabar inscrito en un centro confesional, o un estudiante de una confesión distinta de la católica puede acabar matriculado en un centro católico. Igualmente puede ocurrir que quien desea una educación en un centro privado confesional acabe en un centro público, necesariamente aconfesional, aunque esta última opción no suponga un problema del mismo calado. Como ha señalado recientemente el Tribunal Constitucional en su sentencia 26/2024, el centro de titularidad pública supone, por su condición laica, un entorno formalmente neutral frente a las convicciones ideológicas particulares, y por lo tanto, no entra en contradicción con las convicciones religiosas del menor o su familia, como en las otras dos posibilidades anteriormente apuntadas. Porque ¿es igualmente neutral un centro de titularidad privada, creado y concertado justamente por responder a una motivación singular?

¿Laico y confesional a la vez?

El texto de la Ley 17/2023 de Educación aprobada por el Parlamento Vasco el pasado diciembre intenta soslayar la cuestión, indicando en su artículo 26.5 que todos los centros sostenidos con fondos públicos, independientemente de su titularidad, “deberán garantizar” la laicidad. Tanto entendida en su concepción más amplia, de separación de las convicciones particulares de las generales y neutralidad ante las primeras, como incluso en su concepción más estrecha, de separación y neutralidad simplemente respecto de las creencias religiosas, que todos los centros educativos sin excepción garanticen laicidad no cierra, sino que abre interrogantes.

Cualquier ideario de un centro educativo tiene como límite los preceptos constitucionales y todos deben mostrar respeto al derecho y al interés del menor, pero la redacción del nuevo texto legal formula una evidente contradicción: ¿puede un colegio ser laico y confesional a la vez? Profundizando en el dilema: ¿deberá un centro privado renunciar a su carácter confesional para acceder al concierto educativo y la ayuda consiguiente? Y si todos los centros, públicos y privados, se califican como laicos, por lo tanto ideológicamente neutrales, ¿cuál es la razón para que los poderes públicos apoyen financieramente a aquellos de titularidad privada? Visto desde otra perspectiva: ¿qué derecho le asiste a un centro de titularidad privada para demandar ayuda si no es el desarrollo de un proyecto educativo vinculado a una convicción particular, sea esta religiosa o no? Constitucionalmente, ninguno.

La estadística indica que en Euskadi, de todos de los centros educativos de titularidad privada, no son precisamente los de carácter religioso los más herméticos a la inclusión. Los colegios vinculados directamente con diferentes estructuras de la Iglesia Católica representan en esta comunidad autónoma poco más de la mitad del total de centros privados concertados. Por el contrario, su implicación con la inclusión es sustancialmente más alta. Como ejemplo valga que de los 17 centros privados concertados reconocidos en el presente curso como centros de alta complejidad en los niveles de la Educación Básica, hasta 14 de ellos están vinculados con dicha confesión religiosa.

El proceso de secularización, entendido como separación del hecho religioso, comenzó en Euskadi antes y con más fuerza que en otras CCAA, aunque en la actualidad las diferencias sean menores. Quizás por ese motivo, no se caracterizan hoy los colegios religiosos vascos por ostentosos proselitismos, ni el adoctrinamiento presente, absolutamente incompatible con la finalidad del hecho educativo y sobre cuya relevancia resultaría imprescindible una reflexión específica, se reduce en el País Vasco a los centros confesionales. La libertad de enseñanza siempre encuentra su límite en la libertad de conciencia del menor, pero no debiéramos confundir todos los problemas si queremos resolverlos.

Lo que choca inevitable con el modelo educativo de la Constitución Española de libertad en igualdad, y lo distorsiona hasta hacerlo irreconocible, es la inserción, impulsada incluso desde poderes públicos, de leyes de mercado. Porque no pueden ser ellas las que satisfagan la pluralidad ideológica ni faciliten la integración de la diversidad sociológica. No pueden hacerlo porque sus objetivos no coinciden con esos principios constitucionales de libertad e igualdad. El mercado puede servir para proporcionar bienes, no para asegurar derechos. Su introducción subrepticia en la educación financiada con fondos públicos pero ausente de gratuidad y supervisión crea una espiral que facilita la exclusión, y no sirven remedios iliberales para solventar tal error. El culpable de la situación insostenible de segregación escolar y desigualdad nunca puede ser la protección a la pluralidad ideológica, ni el respeto a la diversidad humana, sino nuestra gestión de ambos principios. La libertad, como la igualdad, jamás es el problema.

Cómo citar este artículo

Arana, Ricardo, "Libertad de enseñanza ¿para qué?", Cuestiones de Pluralismo, Vol. 4, nº1 (primer semestre de 2024). https://doi.org/10.58428/SOAY9041

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