Los espacios multiconfesionales (EMC), parecerían representar un reto notable, al promover salas de uso múltiple que parecerían adecuarse bien al marco multirreligioso que cada vez en mayor medida caracteriza el presente, pero que, además, pudiera potenciarse mucho en el futuro, ya que resultan un intento de ofrecer propuestas para adaptarse más plena y eficazmente al reto que la pluralidad religiosa plantea a la hora de hacerse material y solidificarse en espacios y lugares. En contextos globalizados donde dicha pluralidad puede multiplicarse de modo exponencial al amparo del desarrollo del derecho a la libertad religiosa, encontramos una confluencia y una materialidad de muchas opciones religiosas, requiriendo una multiplicidad creciente de espacios para satisfacer sus especificidades, configurando así ciudades en las que proliferan cada vez más centros de culto de centenares de grupos y sensibilidades diferentes.
Pero frente a esta multiplicación de espacios adscritos de modo privativo a cada uno de los grupos que los pone en marcha, en ciertos ámbitos, y los aeropuertos han resultado ejemplares, y quizá premonitorios, dada la imposibilidad de albergar a cada opción en su propio espacio (pues conllevaría una sobredimensión de lo religioso hasta rozar una opulencia que derivaría en el detrimento de otros usos), destaca el surgimiento de un nuevo tipo de espacio, el que estamos revisando, los EMC. Incluso encontramos en diversos países (principalmente europeos septentrionales) que se potencia la tendencia a la transformación de espacios previamente adscritos a una opción determinada (generalmente la "oficial" o mayoritaria) en espacios para usos religiosos múltiples, asunto no siempre sencillo ya que “perder” locales tenidos por propios evidencia una apuesta por el pluralismo que no queda solo en el ámbito de las buenas ideas y las buenas intenciones, sino que requiere bajar del mundo de lo mental al mundo de lo material.
Así, además de en los aeropuertos, están surgiendo millares de EMC ubicados en universidades y otros centros educativos, en hospitales, prisiones, cuarteles, cementerios, tanatorios, etcétera, y no resultan ya, especialmente en países de habla inglesa y en la Europa del Norte, propuestas inusuales, sino que pueblan la cotidianidad. Se suelen caracterizar por su uso compartido, lo que plantea un notable reto cuando desborda más allá del ámbito cristiano, resultando especialmente relevante el rezo islámico y su utilización exigente de las franjas horarias disponibles en los EMC: son cinco oraciones obligatorias al día en un horario claramente estipulado y además móvil, frente a usos mucho menos intensos por parte de las otras confesiones. Pero también se caracterizan los EMC por resultar espacios estables, para que no resulten cesiones o concesiones efímeras o puntuales que apuntalen en última instancia la prevalencia de las mayorías.
Un caso que puede resultar contraejemplar en nuestro país lo encontramos en los espacios puestos en marcha en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992, que se gestionaron por la Iglesia Católica bajo la referencia a la figura de Abraham, es decir, enraizando en los tres monoteísmos emparentados el modelo de pensar, desde el principio, la cuestión. Correspondían a una apuesta por la hospitalidad temporal por parte de la religión mayoritaria en el ámbito local, en un evento de ámbito global que no podía optar, desde luego, por invisibilizar a los “otros”, a los atletas que viniesen de la multiplicidad de países del mundo participantes en ese magno evento y que deseasen acceder a servicios religiosos de sus confesiones específicas. Muy simbólicamente, y una vez acabados los Juegos, se apostó por desmantelar los distintos servicios religiosos no católicos que se ofrecían (había asistencia, por ejemplo, para budistas, musulmanes o judíos, destacando, claro está, la ofrecida a las diversas sensibilidades cristianas, entre otras), configurándose el espacio, finalmente, como un lugar de culto adscrito a una única confesión, manteniéndose como una parroquia católica bajo la advocación del Patriarca Abraham. Se trató de un ejemplo muy claro de apuesta de carácter asimétrico que resulta un camino bien distinto al que parece que se plantea que se va a dar desde Mensajeros de la Paz a la que se ha denominado como “catedral de Justo” de Mejorada del Campo (Madrid) y desde luego al seguido en Estados Unidos, en Houston, en la denominada Rothko Chapel, que llevó a generar uno de los espacios pioneros de este tipo, y muy significativo, además, por el poderoso programa iconográfico y las bases conceptuales con las que lo ideó finalmente su diseñador y creador, Mark Rothko.
Lo que en 1964, cuando fue encargado el trabajo al pintor, iba a ser una capilla universitaria estándar del campus de la University of Saint Thomas, terminó, a partir de 1967, convirtiéndose en un proyecto que buscaba trascender la adscripción religiosa católica específica, viendo en 1971 la luz un espacio que se puede pensar que se concibió no tanto (o no solo) por un deseo de adecuarlo a una necesidad social en un contexto progresivamente multirreligioso, como hemos avanzado anteriormente que sería la clave en el surgimiento de este tipo de espacios en la actualidad, sino como resultado, desde luego, de una búsqueda personal de Rothko que intentaba, por medio de sus pinturas y el espacio que las albergaba, crear un programa iconográfico ubicado en una contextualidad que apostase por trascender cualquier opción religiosa determinada, configurando un lugar en el que cabría adentrase en la experiencia de la mirada interior que parece reflejarse en los colores y características de los cuadros que allí se cuelgan. Es como si se pudiera ver en ellos reflejado lo que un meditador percibiría, a lo largo de una vida de ojos cerrados o levemente entreabiertos, a través de los cuales llegasen, mitigados, matizados y velados, los reflejos cambiantes, pero también constantes, de lo que hay más allá de la piel y de los párpados. Pero también serviría para quien intentase hallar simplemente un momento de tranquilidad, estaría abierto a cualquiera, sin adscripción de ningún tipo.
Pero la capilla Rothko incide en un gran interrogante y es el de hasta qué punto este tipo de espacios ideados de esta forma tan personal, individual y peculiar, permite realmente albergar un uso colectivo y si no serían más bien una sofisticada materialización del espacio mental que no necesitaría dar el paso de desbordar los límites de la piel y, por tanto, nos estaría reflejando una intimización de lo religioso o hasta de lo que podríamos nombrar como postreligioso.
Pero justamente plantearlo así, como un espacio sin el menor referente religioso específico, incluso sin la menor referencia de índole directamente religiosa, permitiría acercar el espacio no solo a la variabilidad de las opciones religiosas, y en especial a las minoritarias cada vez más diversas, cuestión que resulta en la lógica de base de estos lugares que denominamos multiconfesionales, sino además permitir abrirlos a su uso por parte de personas no religiosas. La pregunta que surge de modo inmediato sería si este tipo de perfiles de posibles usuarios no estaría simplemente de más en ellos. En este punto habría que reivindicar su pertinencia, especialmente en contextos de ansiedad o de estrés, que no son extraños entre quienes pueblan prisiones, hospitales o tanatorios, pero en general también en otros lugares en los que se suelen implementar EMC. Así encontramos que gente de sensibilidades religiosas y no religiosas comparten necesidades y angustias comunes, aunque vehiculadas de modos diferentes, desde una mirada creyente en unos casos y desde miradas no religiosas en otros y, por tanto, la necesidad de contar con espacios donde hallar sosiego y tranquilidad es compartida.
Ahondando un poco más, se podría llegar a pensar que los perfiles no religiosos harían un uso exclusivamente individual de los EMC y que, por tanto, diseñarlos para tener también en cuenta ese tipo de usuarios, llevaría a devaluar las plenas posibilidades de implementación de dichos espacios como lugares de uso colectivo. En todo caso esta dicotomía individual-colectivo, de resultar teóricamente relevante, aplicada a los EMC, generaría dos tipos bien diferentes de lugares. Por una parte si es el uso individual el que se prima, solo resultaría necesario compartir el espacio, no así las franjas horarias de uso, ya que solo se permitiría en estas salas el recogimiento individual, en el que no habría diferencia, por tanto, entre quien entabla un diálogo interior de carácter religioso de quien lo hace sin presupuestos religiosos. Serían los EMC que se configuran como salas de silencio, las nombradas como “quiet rooms” “silent rooms” “Raum der Stille”, criticadas a veces por resultar totalmente anodinas, sin referencias de ningún tipo, convertidas en salas de dormitar. Pero hay que tener en cuenta que, en algunos espacios parecidos, pero claramente identificables como religiosos, como por ejemplo salas de culto musulmán o en alguna medida también oratorios o iglesias cristianas, mientras el culto no se lleva a cabo, muchos de sus pobladores quedan inundados por un cierto sopor al que no es ajeno el ambiente de quietud que emana de los centros de culto y que desde luego suele caracterizar también a los EMC de todo tipo, por muy anodinos que puedan llegar a parecer. Lo que está claro es que en estos espacios de uso exclusivamente individual el local tendría que caracterizarse por una expresión de mínimos en la que cualquier referencia, incluida, por ejemplo, la indicación de la orientación, no sería necesaria, ya que no se trataría, en sentido estricto, de un espacio de culto, sino de un espacio de recogimiento.
Por otra parte, si el uso colectivo se convierte en un elemento definitorio de los EMC, la necesidad de consensuar horarios de uso específico y de implementar el empleo de elementos móviles (como altares, imágenes, etcétera) y de marcar de modo visible y evidente direcciones de orientación del rezo (en especial la dirección de La Meca), desde luego requeriría de la puesta en marcha de una logística más compleja, con unos lugares de almacenamiento de estos materiales móviles mientras no se emplean en las ceremonias colectivas y también con la necesaria presencia de unos gestores encargados del buen funcionamiento de las salas y de su adecuación a los usos peculiares y privativos de los seguidores de unos grupos religiosos tras haber servido para otros. Un ejemplo sería la gestión de la necesaria limpieza de la sala tras un uso colectivo por parte de quienes siguen una etiqueta en la que se entra con calzado, para permitir un uso posterior por quienes entran descalzos y utilizan directamente el suelo para sentarse o hacer postraciones, en cuyo caso la higiene ha de ser más exigente. Y es que, en ciertos momentos del horario de uso de las salas, el ritual social específico tomaría posesión del espacio y el resto de usuarios que no perteneciesen a esa confesión tendrían que esperar su turno para utilizar la sala. La acción de compartir de modo consensuado con todas sus consecuencias, sería en este caso elemento clave. Y entonces se podría plantear que si se piensan los EMC principalmente desde este punto de vista del uso colectivo podría justificarse obviar la inclusión de los perfiles de los no religiosos en la ecuación. Tendrían una cabida secundaria, ya que el uso principal, o por lo menos el más exigente, sería el que se vehicula por medio de los rituales colectivos, que resultarían la razón de ser última del espacio y de su diseño e implementación. Pero hay que tener en cuenta que, también en este aspecto, los límites entre lo religioso y lo no religioso se difuminan en nuestras sociedades transmodernas y postreligiosas. Hay prácticas que, aunque en su origen pudieran haber surgido de contextos religiosos, se materializan en muchas ocasiones de formas plenamente no religiosas.
Un buen ejemplo lo ofrece el proliferante mindfulness. Como técnica de reducción del estrés su cabida en los EMC de prisiones, hospitales, aeropuertos, tanatorios, etcétera, tendría un sentido pleno. No requiere contextos religiosos de ningún tipo para practicarse, por tanto, se trataría de una utilización de los EMC de índole no religiosa. Pero hay que tener presente que en muchas ocasiones este tipo de prácticas se plantean no solo de modo individual, sino también como una acción colectiva, como una labor compartida y guiada. Es decir, que en los EMC se requeriría la adscripción de franjas de tiempo para quienes lo practicasen, como ocurre con cualquier otro grupo (de los definidos como de tipo religioso) a los que se reserva un horario de uso privativo para las ceremonias colectivas. Otro tanto ocurriría, y en contextos de uso semejantes, con grupos de practicantes de yoga, que no resultan inusuales actualmente en algunos ámbitos hospitalarios o penitenciarios, y que utilizarían esos espacios que ya no serían “silent spaces” sino “mindfulspaces” o “yogaspaces”, cumpliendo los instructores el rol que los oficiantes tendrían en las ceremonias de carácter claramente religioso.
Como vemos, encontramos en los EMC una potencialidad notable. Los perfiles de usuarios de índole no religiosa tienen un reflejo tanto si las salas se implementan para un uso de recogimiento individual, como si se organizan para prácticas colectivas. Se plantea por tanto la pregunta de si, diseñados de esa manera, se trataría de espacios que preludian lo que puede deparar en mayor medida el futuro.
Desde luego si se piensan e implementan solo desde modelos de entender la cuestión de tipo eurocéntrico u “occidental”, que son los ámbitos en los que han ido surgiendo principalmente y hasta hoy los EMC, sería una apuesta con un futuro con bastante poca trayectoria en un mundo en el que otros contextos culturales, y especialmente los asiáticos, aumentan su relevancia global. Pero si se abren a la gran disparidad de posibles usuarios implicados incluyendo, por supuesto, a los no religiosos, entonces se convertirían en modelos con un gran potencial de porvenir más allá de los lugares (como aeropuertos, hospitales, etcétera) en los que se implementan principalmente en la actualidad.
En un mundo globalizado, en el que la conformación de espacios especializados para cada opción posible podría llevar a enfrentar la necesidad de no despilfarrar recursos (y los lugares de culto habituales en muchas ocasiones parecen espacios del despilfarro, espacios no económicos, solo usados durante una mínima franja horaria), este tipo de EMC se convertiría en una opción lógica a escala global, implementándose también en lugares habituales de socialización actualmente, como, por ejemplo, los centros comerciales o de ocio. Más que no lugares como podrían llegar a caracterizarse en la línea de lo planteado por Marc Augé, se conformarían como lugares límite (o liminares), de hecho podríamos definirlos precisamente como espacios limítrofes de lo limítrofe, a los que cada cual, cada posible usuario, dotaría de sus propias señas de identidad, tanto si lo hace centrando el foco en lo individual como si lo hace en lo colectivo. Serían por tanto espacios de lo transreligioso y en cuyo seno cabría necesariamente también lo no religioso.